El vestido
Michelle Jiménez
Nunca estuve seguro de cómo mirarla; ni siquiera me atrevía.
El gentío se apelotonaba al ritmo de Louie Louie de los Kingsmen y ahí, entre los fragmentos de personas, estaba ella. Inés había pasado a buscarme junto con otros amigos a mi casa en Tierra Blanca. “Vamos, Mateo” me decían “vamos que va a estar bueno”. Yo nunca fui muy participe de los bailes, no me gustaban las multitudes, ni el jueguito de sacar a una chica a bailar, pero más me hartaba escucharlos insistir. Me puse una camisa verde, la menos gastada que tenía entre mis trapos, con una corbata azul que me había heredado mi hermano Juan. Descolgué mi traje, ese que usaba para las ocasiones especiales y para las menos especiales también, porque era el único que tenía. Boleé mis zapatos, los que me hizo mi papá allá en mi tierra hace unos años, antes de que me fuera. Inés llegó preciosa, con un vestidito amarillo que resaltaba sus ojotes verdes y no soltó mi brazo ni un momento. Era menudita, pero aún así me jaló con una fuerza impactante para bailar Great balls of fire, su canción favorita.
Ahí estaba, inmerso sin remedio en una de las diversiones más inocentes que han existido. A estas alturas ya hasta lo disfrutaba, aunque todavía me duraba la vergüenza de haberme caído por las escaleras cuando al entrar pisé un cubito de hielo. Pasadas ya las 10 de la noche –muy tarde en aquella época– logré escabullirme por la parte de atrás para tomar aire. Hacía una noche bonancible, y eso que no sabía bien qué significaba, lo acababa de leer en uno de mis libros, pero me pareció la palabra adecuada para describir ese cielo. En mi ignorancia, creí que ese momento iba a ser la cúspide de mi noche, y mientras yo pensaba en eso, al otro lado de la ventana estaba ella. Muy a mi pesar, me dispuse a regresar al lado de Inés y todos los de la pensión que andaban detrás de ella. “Parecen buitres”, me decía a mí mismo. Imagínate, correr entre la marabunta para ofrecerle mi brazo a torcer cuando todavía no se me quitaba la molestia por el tirón que me dio antes. Yo no encontraba sentido a semejante salvajada, todavía me quedaba dignidad. Pero no conocía a nadie más en el salón y como irme no parecía opción, me rendí a pasar el rato.
Apenas los había comenzado a buscar cuando sentí el vértigo, ese que ya jamás me iba a abandonar. Es que nunca antes había visto tanta gracia unida en un cuerpo tan chiquito. Si me dijeran que su mismísima hada madrina la había trajeado, lo hubiese creído de inmediato. El entallado superior se amoldaba suavemente en las hendiduras de su figura afilada y las líneas en los pliegues de su vestido parecían haber sido trazadas con un estilógrafo: lo más finas, lisas y delicadas. Tenía la falda ligera, parecía que le habían metido cachitos de nube para esponjarla y un lacito enmarcaba su cintura como un regalo impensado. Se distinguía entre la muchedumbre con su atavío azul petróleo, igual que el pequeño lunar arriba de su labio resaltaba en su tez blanca. Si uno se acercaba lo suficiente, podía vislumbrar pequeños destellos por toda la tela, como si le hubiesen soplado partículas de estrella, las mismas que centelleaban en sus ojos. La inexperiencia me tenía prendado de su persona. Ya todo se había desenfocado y yo reñía conmigo mismo paradisimular mi ímpetu por siquiera esbozarla con la mirada. El magnetismo proveniente de su espíritu me acercaba a ella, y con cada paso podía ver los recuerdos más deliciosos de la vida que aún no tenía. Solía pensar en el tiempo como una línea continua con un principio y un final. Pero tras la fascinación de su esencia, tuve una premonición de haber vivido a su lado la más grandiosa existencia.
Nunca estuve seguro de cómo mirarla; ni siquiera me atrevía a hacerlo por mucho tiempo, porque sabía que apenas me sonriera, yo no volvería a pertenecerme.
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