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viernes, 27 de noviembre de 2020

Un regalo deseado

                                             Un regalo deseado


Michelle Jiménez

 

En un texto anterior escribí mis opiniones sobre el libro Como una novela de Daniel Pennac, en el que ensaya sus ideas sobre una cuestión que nos atañe a todos: inspirar el amor por la literatura en niños y jóvenes, y los retos que supone hacerlo en un sistema que la usa como tarea o castigo. Con ello en mente, comenté estas reflexiones con mi madre después del desayuno; ella como mamá y profesora, yo como estudiante y promotora de lectura. Nadie ha de extrañarse en saber que nuestras opiniones coincidieron y llegaron a la misma conclusión: no se puede obligar a leer literatura y mucho menos a disfrutarla.

Aidan Chambers, reconocido autor y otro ensayista sobre la relación entre la literatura y los niños, ha puntualizado cómo “la lectura personal, de placer egoísta, queda relegada por el cumplimiento de un plan de estudios” y cómo es así tanto para los estudiantes como para los profesores, ocupando su tiempo en una actividad que, por el contrario, los aleja de la literatura. Aunado a ello, está el hecho de que existe una sobrevaloración de un tipo especial de lecturas: aquellas que son clásicas y meritorias de reconocimiento para la historia literaria, pero que, a mi parecer, son más bien largas y complejas o pueden resultar poco interesantes para la edad de nuestros aprendices.

Todas estas reflexiones me llevaron de vuelta a mis años de estudiante, cuando una profesora puso en mi pupitre una copia de La divina comedia. En ese momento yo conocía muy poco de todo, y en definitiva, ignoraba el valor sustantivo de obras como esa; únicamente vi un libro gordo, escrito de manera poco clara y que no correspondía con mis intereses de entonces. ¿Por qué mi profesora me daría semejante ladrillo de tarea y, además, como actividad para mi tiempo libre? Sería mentira si dijera que lo leí. No lo hice; lo hojeé, lo cargué, lo llevé como una pesa en la mochila, escuché lo que querían que escuchara sobre él, pero no lo leí, aunque lo intenté. No fue sino hasta años después, cuando había madurado como lectora, y por decisión propia, que exploré las líneas de esta obra y pude apreciarlas como es debido. 

Este caso, no fue el único durante mi formación académica. De hecho, si lo pienso un poco, no recuerdo una sola clase de cualquier nivel educativo en el que se me permitiera elegir un libro, siempre lo escogieron por mí personas que no me conocían y que solo cumplían con lo que venía en el programa.

Personalmente creo que esta situación no es ajena a un número considerable de estudiantes. Qué difícil es disfrutar de algo cuando es impuesto, como es difícil no caer en la tentación de saborear un dulce antes de la comida sólo porque nos lo han prohibido. En retrospectiva, me he sorprendido más de una vez yendo al lado contrario sólo porque no quise hacer lo que me dijeron, aun cuando era lo que quería hacer. Y en el tema que nos compete, se ha mencionado hasta el cansancio que la lectura –ya sea de una obra literaria, de un artículo de divulgación científica, etc.– nunca debe tratarse como una obligación, porque de ser así sólo logrará alejarse más y más de una mente joven. Escribo desde mi experiencia.

A todo lo anterior me pregunto: ¿por qué no fui capaz de leer las 127 páginas de El periquillo sarniento, pero sí leí 800 de Crepúsculo en menos de un mes? ¿Por qué no podía anotar ideas sobre un libro en la escuela, pero escribía muchas historias y versos principiantes en mi habitación por la noche? Mi única respuesta es: porque así lo quise, porque nadie me distrajo de lo que quería hacer, porque nadie me obligó, porque nadie eligió por mí, porque cultivé un gusto por la literatura a mi manera.

Pareciera que hemos olvidado que, tal y como lo describe Pennac, las primeras lecturas llegan a nosotros como una suerte de tradición oral: "[...] no es bajo la forma del vocabulario y sintaxis como la Literatura comienza a seducirnos. Acuérdense simplemente de cómo las letras se introducen en nuestra vida. En la edad más tierna, apenas han cesado de cantarnos la canción que hace sonreír y dormirse al recién nacido, se abre la era de los cuentos. El niño los bebe como bebía su leche. Exige la continuación y la repetición de las maravillas; es un público despiadado y excelente. Dios sabe cuántas horas he perdido alimentando con magos, monstruos, piratas y hadas a unos pequeños que gritaban: ¡Más! a su padre agotado". Así, del mismo modo en el que aprendemos nuestra lengua materna, sin darnos cuenta, es como necesitamos amar la lectura.

He tomado entonces como tarea proveer a los niños y jóvenes a mi alcance de oportunidades para explorar entre los libreros, darles el ejemplo de que en las letras hay lugar para todos, afirmar con mi propia experiencia que si no les gusta un libro no significa que no les gusta leer, sino que no era el adecuado en ese momento. Ojalá alguien en mi adolescencia me hubiera dicho que estaba bien no terminar un libro, que estaba bien no comprenderlo, tal vez así no me habría sentido poco inteligente por mi falta de interés. Ojalá se me hubiera dado la oportunidad en la escuela de decir libremente: “no me gustó porque…”

Por último, al margen de estas reflexiones, debemos tener en mente que los adultos no lectores cultivan niños no lectores, y que si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros. Así entonces, es nuestro compromiso como formadores no perder de vista el papel fundamental que tiene la literatura en la vida de los niños, y saber que sólo podremos enseñar si antes leemos amplia y profundamente para nosotros mismos. La literatura es de todos y puede trascender cualquier tipo de barrera humana. Por ello es necesario asegurarnos de que esté ahí, al alcance de nuestros jóvenes en cuanto estén listos para tomarla y ofrecerles un espacio libre en el que puedan decidir por sí mismos qué libro es el que van a tratar de descifrar. En palabras de Chambers: “El lenguaje es una condición del ser humano; la literatura es un derecho de nacimiento. El ejercicio de este derecho implica que cada niño nazca en un ambiente en donde sea posible, esté a su disposición y sea un regalo deseado”.

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