Día de muertos
Edson Adan Falcón Saenz
En el aire flotaba
cierta bruma con una densidad casi imperceptible de la cual sólo fue consciente
hasta el momento en el que, al abrir la puerta, el aire del exterior se mezcló
con el que había dentro. Los signos de eventos desafortunados habían comenzado
desde antes de despertar. En el instante mismo en que abrió los ojos, un
alacrán de tamaño considerable entraba por un hueco que existía por la
separación del techo de palma y la pared.
Desde pequeño había establecido un pacto
inquebrantable de respeto con el medio natural que lo circundara en la
condición que fuese; por su parte, animales, insectos y otras alimañas parecían
entender y respetar el acuerdo. Por ello, el alacrán en descenso por la pared
no representaba ninguna amenaza, mucho menos un signo negro de presagio, o
aviso premonitorio de la Providencia. La observación del alacrán sólo fue un
instante, casi un parpadeo. Se frotó la cara con las dos manos, seguido de dos
o tres improperios incomprensibles en el cuarto que le habían habilitado junto
al salón de clases.
Ese día, aunque
fuese feriado, estaba lleno de actividades. Debía recoger el altar, que días
antes, había puesto con sus alumnos, si
no quería que la hediondez y los gusanos
de mosca proliferaran. El salón estaba impregnado por un halo de flor marchita,
tamal de masa, chinas verdes cortadas al sereno, parafina evaporada, tiza,
plátano macho ennegrecido por la oxidación. Un tropel de niños sin control
entró corriendo en el momento en que alguien mencionó, en voz baja, que las
frutas, los tamales, y todo lo comible que estuviese en el altar se repartirían
entre las personas presentes. La comida tenía una apariencia acartonada, mucho
más seca que el día anterior, en el que se habían puesto ceremoniosamente en una
mesa adornada con papel china. Los niños que estaban, en un principio, muy
entretenidos con las frutas y demás alimentos que habían recibido, pronto
comenzaron a quejarse por que decían que las cosas ya no tenían el mismo dejo
al paladar, incluso, hubo los que aseguraban que tenían un sabor transparente
como ala de mosca.
Ya en su cuarto,
si es que se puede llamar así a una bodega de palma improvisada e improvista de
todo lujo, se acostó en el pizarrón viejo sobre ladrillos que con dos
cobertores le servía de cama y se quedó dormido. Después de descender por
vericuetos inverosímiles, laberintos de arena lunar y recuerdos inventados de
vivencias que nunca existieron, arribó a un espacio estático, quimérico, impávido y sólo entonces soñaba que se
quedaba dormido y en este sueño jerárquico volvía a dormir y soñaba que se
dormía para volver a soñar que dormía. El regreso fue largo, semejante a sacar
la cabeza del agua tres segundos después de que todo el oxígeno se ha ido, y al
final, cuando estaba despierto, no lo entendió, pensó que era sólo otra
habitación más de sopor irreal. Esta idea se afianzó más cuando, al levantarse
de la cama para ir al baño, en su primer paso con el pie izquierdo aplastó sin
querer a una araña que desapareció dejando a cambio una cantidad indefinible de
diminutos arácnidos traslucidos que corrían en todas direcciones y sintió un
escalofrío en los huesos con resabio de amargura. Regresó, se acostó en su cama
y pensó que en ese momento realmente acababa de despertar.
Se levantó más
ligero que de costumbre, ilusionado, no tanto por llegar donde nadie esperaba,
sino por hacer un viaje que había planeado por mucho tiempo; sabiendo que
después del río podía establecer una ruta distinta bordeándolo hacia arriba,
hasta poder llegar a Minatitlán. Se detuvo a la orilla del cuerpo de agua de
consistencia achocolatada y le hizo señas a un señor que se dedicaba a
transportar personas, animales, ganado y amores de un lado al otro del río. Justo
cuando pensaba gritar para ser visto, observó hacia su lado izquierdo una
lanchita de remos que descansaba
amarrada sobre la orilla. “Prudencia” era la dama que lo llevaría de un lado al
otro donde empezaría su camino. Habiendo cogido los remos, y una vez en el
agua, parecía que el caudal del río, cambiaba de dirección a capricho. Después
de mucho batallar logró llegar a la otra orilla. Bajó de uno de los tablones
que seccionaban la lancha en varias partes y que además servían como asiento;
dejó unas monedas para cuando el dueño apareciera y viese de aquel lado la
lancha tuviese una recompensa, así mismo, temía que alguien hubiese visto que
fue él quien la tomó sin licencia alguna.
Aunque el camino
era muy concurrido y era una arteria rural muy ocupada por el transporte de
objetos para el comercio, estaba más desierto de lo que él imaginaba. Dos horas
después perdió el camino, no se dio cuenta, avanzaba mecánicamente a un paso
constante con una pequeña molestia en el pie izquierdo.
Tres horas
cuarenta y cinco minutos después de andar en esos páramos solitarios de
vegetación extrema, le pareció escuchar voces, unas conocidas y otras tantas
que no podía reconocer, le hablaban en un idioma distinto al suyo. La misma
vegetación, antes llena de secapalos, palos mulatos, axiotillo, cedros rojos,
comenzó a volverse más densa y mientras más densa, más oscura. Subió laderas,
se perdió en mesetas insondables más profundas que un pensamiento, abrió camino
e hizo brecha entre el bosque perennifolio enrarecido y lúgubre. En el delirio
del extravío, cuando las voces parecían gritarle por su nombre, una luz iluminó
con parsimonia tranquilizadora la exaltación de su pecho y le ayudó a entrar en
calma. Entonces supo dónde estaba, ya no era más un lugar desconocido. Saludó a
todos por su nombre y se presentó con el suyo, y fue la última vez que alguien
lo escuchó. Saludó de mano, y como a un viejo amigo al Swietenia Macrophylla,
¡Qué decir con que gusto platicó y se sentó a la sombra de un Brosimum
Alicastrum. En ese momento tuvo una segunda revelación, lo comprendió todo,
lloró lágrimas pletóricas de resignación y se sentó al pie de unas raíces, a
esperar el momento en que la vegetación lo abrazara con un manto verde
eucarotial y primitivo, y ser así, más grande que nunca. En una transgresión
protista de los cinco reinos, se volvió a la vez un ser de género laminario,
que alimentó plantas, animales y se hizo uno con el viento confuso de aquel
noviembre.
Lo comprendió al
pie de viejo árbol de caoba, como él lo llamaba por ser amigos. Jamás abandonó
su fatídica bodega de palma y barro. No fue la araña quien acabo con su
travesía y le impuso el rigor de viaje quimérico mucho más largo. Era la muerte
disfrazada, como se presenta siempre, como lo hace cuando se vuelve viento y
agua y la llaman huracán; o cuando entra por la nariz en forma de polvo blanco
mezclado con aspirina, talco y aceite de batería; o cuando nociva, viste su
traje de bala y se abalanza sobre transeúntes distraídos que no dejan de caminar
por que no saben que han muerto. Fue ahí cuando supo que no era el río
Uxpanapan el que tuvo que cruzar remando, era el río en el que Caronte es el
único Capitán que lleva a puerto a los que van llegando; pero incluso él no se
enteró de su llegada, también fue a ahí, cuando comprendió que era una sopa
putrefacta de gusanos de mosca; los mismos que quiso evitar, un lunes por la
mañana, cuando escuchó en la lengua de los vivos los incomprensibles gritos de
familiares y amigos que desde afuera de su cuarto, bodega, obituario, esperaban
una respuesta.
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