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lunes, 10 de febrero de 2014

En el aire flotaba cierta bruma: día de muertos.

Día de muertos

Edson Adan Falcón Saenz


En el aire flotaba cierta bruma con una densidad casi imperceptible de la cual sólo fue consciente hasta el momento en el que, al abrir la puerta, el aire del exterior se mezcló con el que había dentro. Los signos de eventos desafortunados habían comenzado desde antes de despertar. En el instante mismo en que abrió los ojos, un alacrán de tamaño considerable entraba por un hueco que existía por la separación del techo de palma y la pared.

Desde pequeño había establecido un pacto inquebrantable de respeto con el medio natural que lo circundara en la condición que fuese; por su parte, animales, insectos y otras alimañas parecían entender y respetar el acuerdo. Por ello, el alacrán en descenso por la pared no representaba ninguna amenaza, mucho menos un signo negro de presagio, o aviso premonitorio de la Providencia. La observación del alacrán sólo fue un instante, casi un parpadeo. Se frotó la cara con las dos manos, seguido de dos o tres improperios incomprensibles en el cuarto que le habían habilitado junto al salón de clases.

Ese día, aunque fuese feriado, estaba lleno de actividades. Debía recoger el altar, que días antes, había puesto con sus alumnos,  si no quería  que la hediondez y los gusanos de mosca proliferaran. El salón estaba impregnado por un halo de flor marchita, tamal de masa, chinas verdes cortadas al sereno, parafina evaporada, tiza, plátano macho ennegrecido por la oxidación. Un tropel de niños sin control entró corriendo en el momento en que alguien mencionó, en voz baja, que las frutas, los tamales, y todo lo comible que estuviese en el altar se repartirían entre las personas presentes. La comida tenía una apariencia acartonada, mucho más seca que el día anterior, en el que se habían puesto ceremoniosamente en una mesa adornada con papel china. Los niños que estaban, en un principio, muy entretenidos con las frutas y demás alimentos que habían recibido, pronto comenzaron a quejarse por que decían que las cosas ya no tenían el mismo dejo al paladar, incluso, hubo los que aseguraban que tenían un sabor transparente como ala de mosca.

Ya en su cuarto, si es que se puede llamar así a una bodega de palma improvisada e improvista de todo lujo, se acostó en el pizarrón viejo sobre ladrillos que con dos cobertores le servía de cama y se quedó dormido. Después de descender por vericuetos inverosímiles, laberintos de arena lunar y recuerdos inventados de vivencias que nunca existieron, arribó a un espacio estático, quimérico,  impávido y sólo entonces soñaba que se quedaba dormido y en este sueño jerárquico volvía a dormir y soñaba que se dormía para volver a soñar que dormía. El regreso fue largo, semejante a sacar la cabeza del agua tres segundos después de que todo el oxígeno se ha ido, y al final, cuando estaba despierto, no lo entendió, pensó que era sólo otra habitación más de sopor irreal. Esta idea se afianzó más cuando, al levantarse de la cama para ir al baño, en su primer paso con el pie izquierdo aplastó sin querer a una araña que desapareció dejando a cambio una cantidad indefinible de diminutos arácnidos traslucidos que corrían en todas direcciones y sintió un escalofrío en los huesos con resabio de amargura. Regresó, se acostó en su cama y pensó que en ese momento realmente acababa de despertar.

Se levantó más ligero que de costumbre, ilusionado, no tanto por llegar donde nadie esperaba, sino por hacer un viaje que había planeado por mucho tiempo; sabiendo que después del río podía establecer una ruta distinta bordeándolo hacia arriba, hasta poder llegar a Minatitlán. Se detuvo a la orilla del cuerpo de agua de consistencia achocolatada y le hizo señas a un señor que se dedicaba a transportar personas, animales, ganado y amores de un lado al otro del río. Justo cuando pensaba gritar para ser visto, observó hacia su lado izquierdo una lanchita de remos  que descansaba amarrada sobre la orilla. “Prudencia” era la dama que lo llevaría de un lado al otro donde empezaría su camino. Habiendo cogido los remos, y una vez en el agua, parecía que el caudal del río, cambiaba de dirección a capricho. Después de mucho batallar logró llegar a la otra orilla. Bajó de uno de los tablones que seccionaban la lancha en varias partes y que además servían como asiento; dejó unas monedas para cuando el dueño apareciera y viese de aquel lado la lancha tuviese una recompensa, así mismo, temía que alguien hubiese visto que fue él quien la tomó sin licencia alguna.

Aunque el camino era muy concurrido y era una arteria rural muy ocupada por el transporte de objetos para el comercio, estaba más desierto de lo que él imaginaba. Dos horas después perdió el camino, no se dio cuenta, avanzaba mecánicamente a un paso constante con una pequeña molestia en el pie izquierdo.

Tres horas cuarenta y cinco minutos después de andar en esos páramos solitarios de vegetación extrema, le pareció escuchar voces, unas conocidas y otras tantas que no podía reconocer, le hablaban en un idioma distinto al suyo. La misma vegetación, antes llena de secapalos, palos mulatos, axiotillo, cedros rojos, comenzó a volverse más densa y mientras más densa, más oscura. Subió laderas, se perdió en mesetas insondables más profundas que un pensamiento, abrió camino e hizo brecha entre el bosque perennifolio enrarecido y lúgubre. En el delirio del extravío, cuando las voces parecían gritarle por su nombre, una luz iluminó con parsimonia tranquilizadora la exaltación de su pecho y le ayudó a entrar en calma. Entonces supo dónde estaba, ya no era más un lugar desconocido. Saludó a todos por su nombre y se presentó con el suyo, y fue la última vez que alguien lo escuchó. Saludó de mano, y como a un viejo amigo al Swietenia Macrophylla, ¡Qué decir con que gusto platicó y se sentó a la sombra de un Brosimum Alicastrum. En ese momento tuvo una segunda revelación, lo comprendió todo, lloró lágrimas pletóricas de resignación y se sentó al pie de unas raíces, a esperar el momento en que la vegetación lo abrazara con un manto verde eucarotial y primitivo, y ser así, más grande que nunca. En una transgresión protista de los cinco reinos, se volvió a la vez un ser de género laminario, que alimentó plantas, animales y se hizo uno con el viento confuso de aquel noviembre.


Lo comprendió al pie de viejo árbol de caoba, como él lo llamaba por ser amigos. Jamás abandonó su fatídica bodega de palma y barro. No fue la araña quien acabo con su travesía y le impuso el rigor de viaje quimérico mucho más largo. Era la muerte disfrazada, como se presenta siempre, como lo hace cuando se vuelve viento y agua y la llaman huracán; o cuando entra por la nariz en forma de polvo blanco mezclado con aspirina, talco y aceite de batería; o cuando nociva, viste su traje de bala y se abalanza sobre transeúntes distraídos que no dejan de caminar por que no saben que han muerto. Fue ahí cuando supo que no era el río Uxpanapan el que tuvo que cruzar remando, era el río en el que Caronte es el único Capitán que lleva a puerto a los que van llegando; pero incluso él no se enteró de su llegada, también fue a ahí, cuando comprendió que era una sopa putrefacta de gusanos de mosca; los mismos que quiso evitar, un lunes por la mañana, cuando escuchó en la lengua de los vivos los incomprensibles gritos de familiares y amigos que desde afuera de su cuarto, bodega, obituario, esperaban una respuesta.

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