Artemio Ríos Rivera
Mi familia es de origen humilde, de campesinos emigrados a la ciudad, por tanto desarraigados, ágrafos y analfabetas. Por lo mismo no había libros en mi hogar de la infancia, sucedía pocas veces eso de contar cuentos, pero las historias familiares se convertían en fantásticas exageraciones verosímiles con héroes, villanos y moralejas.
Eventualmente había en casa algún cómic de Editorial Novaro (Tarzán o La Pequeña Lulú, El Pato Donald o Fantomas); algunas veces la prensa se materializaba en semanarios escandalosos como “La Alarma” o “Alerta”, yo prefería el primero, por sus crucigramas ilustrados con exuberantes mujeres de poca ropa y porque eventualmente leía los documentales sobre las Guerras Mundiales, Rasputín o personajes de la historia de México, entre otros.
En la primaria asimilé tarde y mal el aprendizaje de la lectura; “Ese oso se asea” y “Mi mamá me mima” los aprendí de memoria al ritmo de los reglazos de la maestra y sus desesperados gritos pidiendo orden y atención; las frases estaban en mi memoria asociadas con las ilustraciones del libro de texto, pero yo no sabía leer. Lo más significativo para mí, de los primeros años de la primaria, fueron los versos sencillos de Martí y la colección del “Memín Pinguín” que mi tía Sirenia tenía en un ropero a la entrada de la casa en el rancho de La Joya; la soledad, el silencio del campo, la abstracción y el tiempo de sobra me hicieron repasar una y otra vez las historias de Memín, ordenando los capítulos que, inicialmente, habían caído anárquicamente en mis manos.
Mi encuentro formal con la lectura fue a los 12 ó 13 años, mi novia era un poco mayor, había terminado una carrera en la escuela Normal y yo era un niño formado en la calle, bastante precoz y procaz. Era un chaval de la parte sórdida de la ciudad, la parte india, aventurera; entre los cuatro y catorce años vivía temporadas en Xalapa y en el barrio de la Merced, en la ciudad de México. Era un niño formado en la calle con experiencias diversas, pero sin contacto con los libros.
Mi novia María (recordémosla con ese santo nombre), empezó a leerme algunas cosas y a darme libros; para no perderla tuve que ponerme a leer. Aparte de los textos que ella suministraba empecé a devorar revistas como “Los Supermachos” y, más adelante, “Los Agachados”. Con el tiempo adquiría de vez en vez alguna revista “Duda” que pronto me aburrieron con sus galimatías de ovnis y la sexualidad entre las viejas culturas, pero empecé a interesarme en algunos títulos de la colección de libros que empezaron a publicar y vender, en los puestos de periódicos, bajo el mismo título: Colección Duda. En una antología de esa serie conocí por primera vez la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, a quien no dejo de tener entre mis autores de cabecera.
Me gustaba leer, pero, además se trataba de una carrera contra el tiempo, tenía que alcanzar en lecturas a mi novia y poderla disputar ante algún imaginario, o real, rival en amores. No podía comportarme como un niño ignorante e inmaduro de primaria; había que desarrollarse intelectual y emocionalmente, a fuerza y a pasos agigantados. Al leer me dejaba llevar por una imagen, una impresión o un sentimiento, por una descripción o un párrafo que pretendía haber entendido.
A los trece años deambulaba por la Merced, la Candelaria de los Patos o en el cuadrante de la Soledad con un libro en la mano, caminando y leyendo abstraído de lo que a mi alrededor ocurría. Vendedores ambulantes, merolicos, prostitutas, cargadores, raterillos, bodegas, hoteluchos y fritangas eran el telón de fondo de Las buenas conciencias de Fuentes o Cumbres borrascosas de Emily Brönte. Debo decir que con mi “herencia cultural” me era imposible tener un entendimiento profundo de esos libros, de su lenguaje, sin embargo, dejaban imágenes profundas y huellas duraderas en mi ser.
A Carlos Fuentes he regresado cíclicamente, a Emily Brönte no la volví a leer jamás, aunque sigue estando presente en mi corazón y en mi memoria corporal.
Mi familia es de origen humilde, de campesinos emigrados a la ciudad, por tanto desarraigados, ágrafos y analfabetas. Por lo mismo no había libros en mi hogar de la infancia, sucedía pocas veces eso de contar cuentos, pero las historias familiares se convertían en fantásticas exageraciones verosímiles con héroes, villanos y moralejas.
Eventualmente había en casa algún cómic de Editorial Novaro (Tarzán o La Pequeña Lulú, El Pato Donald o Fantomas); algunas veces la prensa se materializaba en semanarios escandalosos como “La Alarma” o “Alerta”, yo prefería el primero, por sus crucigramas ilustrados con exuberantes mujeres de poca ropa y porque eventualmente leía los documentales sobre las Guerras Mundiales, Rasputín o personajes de la historia de México, entre otros.
En la primaria asimilé tarde y mal el aprendizaje de la lectura; “Ese oso se asea” y “Mi mamá me mima” los aprendí de memoria al ritmo de los reglazos de la maestra y sus desesperados gritos pidiendo orden y atención; las frases estaban en mi memoria asociadas con las ilustraciones del libro de texto, pero yo no sabía leer. Lo más significativo para mí, de los primeros años de la primaria, fueron los versos sencillos de Martí y la colección del “Memín Pinguín” que mi tía Sirenia tenía en un ropero a la entrada de la casa en el rancho de La Joya; la soledad, el silencio del campo, la abstracción y el tiempo de sobra me hicieron repasar una y otra vez las historias de Memín, ordenando los capítulos que, inicialmente, habían caído anárquicamente en mis manos.
Mi encuentro formal con la lectura fue a los 12 ó 13 años, mi novia era un poco mayor, había terminado una carrera en la escuela Normal y yo era un niño formado en la calle, bastante precoz y procaz. Era un chaval de la parte sórdida de la ciudad, la parte india, aventurera; entre los cuatro y catorce años vivía temporadas en Xalapa y en el barrio de la Merced, en la ciudad de México. Era un niño formado en la calle con experiencias diversas, pero sin contacto con los libros.
Mi novia María (recordémosla con ese santo nombre), empezó a leerme algunas cosas y a darme libros; para no perderla tuve que ponerme a leer. Aparte de los textos que ella suministraba empecé a devorar revistas como “Los Supermachos” y, más adelante, “Los Agachados”. Con el tiempo adquiría de vez en vez alguna revista “Duda” que pronto me aburrieron con sus galimatías de ovnis y la sexualidad entre las viejas culturas, pero empecé a interesarme en algunos títulos de la colección de libros que empezaron a publicar y vender, en los puestos de periódicos, bajo el mismo título: Colección Duda. En una antología de esa serie conocí por primera vez la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, a quien no dejo de tener entre mis autores de cabecera.
Me gustaba leer, pero, además se trataba de una carrera contra el tiempo, tenía que alcanzar en lecturas a mi novia y poderla disputar ante algún imaginario, o real, rival en amores. No podía comportarme como un niño ignorante e inmaduro de primaria; había que desarrollarse intelectual y emocionalmente, a fuerza y a pasos agigantados. Al leer me dejaba llevar por una imagen, una impresión o un sentimiento, por una descripción o un párrafo que pretendía haber entendido.
A los trece años deambulaba por la Merced, la Candelaria de los Patos o en el cuadrante de la Soledad con un libro en la mano, caminando y leyendo abstraído de lo que a mi alrededor ocurría. Vendedores ambulantes, merolicos, prostitutas, cargadores, raterillos, bodegas, hoteluchos y fritangas eran el telón de fondo de Las buenas conciencias de Fuentes o Cumbres borrascosas de Emily Brönte. Debo decir que con mi “herencia cultural” me era imposible tener un entendimiento profundo de esos libros, de su lenguaje, sin embargo, dejaban imágenes profundas y huellas duraderas en mi ser.
A Carlos Fuentes he regresado cíclicamente, a Emily Brönte no la volví a leer jamás, aunque sigue estando presente en mi corazón y en mi memoria corporal.
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