Después de la tormenta
Mariana Rivera Hoyos
En aquella tarde de tempestad, lo único que me quedaba era meterme en las cobijas y tratar de calentar mi cuerpo, la ropa que traía era tan ligera que podía sentir cómo el frío recorría todo mi cuerpo, haciéndolo enchinarse hasta temblar; además, ni siquiera tenía calcetines, eso era comprensible, ya que era muy despistada y terminaba por perderlos, es por esa razón que siempre usaba calcetines pintos o “primos” como dice mi mamá.
Ya estando en mi cama, me envolví completamente, pues a pesar de mi edad siempre que llovía y escuchaba truenos me daba algo de miedo, pensaba en todas aquellas personas que no tenían donde refugiarse o un techo donde vivir. Mi casa no es grande, es sencilla y humilde, ni siquiera posee una sala donde recibir visitas, pero en ese momento hubiera deseado ofrecerles por lo menos donde pasar la lluvia.
También, venían a mi mente aquellas personas que habían salido al campo a trabajar y cuando se dieron cuenta ya estaban bajo una tormenta; recordaba cómo cuando estaba pequeña, mi abuelita cada vez que llovía y veía mi miedo, me tomaba entre sus brazos y me sentaba en sus piernas contándome que los truenos eran ocasionados por los dioses, ya que en el cielo (o en alguna parte de nuestro universo) ellos estaban felices y festejaban las buenas cosechas de maíz, frijol y calabaza que se habían obtenido en ese año; además nos bendecían con una abundante lluvia para nuestra tierra.
Creo que tener presente eso me hacia sentir un poco mejor, recordaba cada palabra de ella, como si se hubieran quedado grabadas en mi cabeza, cada vez que extrañaba a mi abuela o sentía la necesidad de recordarla, las reproducía en cabeza. Lo más irónico era el hecho de no poder recordar con exactitud el timbre de su voz, siendo eso algo por lo que me he reclamado algún tiempo.
Bien, en esa tarde, mientras permanecía quieta en mi cama, sólo escuchaba el agua caer contra la lámina, era algo raro pensar en aquellas personas y ni siquiera sabía por qué lo hacia, a lo mejor era porque mi padre en esta semana se había dedicado por completo a la cosecha de maíz y frijol que él mismo había sembrado y en esa tarde él estaba allá afuera recibiendo toda la lluvia sobre su cuerpo. Mi padre lo único que buscaba, como todos los papás, era llevar comida a la casa.
Cada vez que pensaba eso, imaginaba a mi papá allá afuera con su canasta a la espalda, su sombrero puesto, un pizcón en su mano para ir abriendo las mazorcas y un pedazo de nailon para tratar de protegerse un poco de la lluvia. Así era mi padre, prefería seguir con su labor aunque estuviera el mal clima encima, cuando esto era, él decía: “Entre mas pronto terminemos, más pronto nos iremos a casa.” Eso lo decía cuando algún peón iba con él y cuando iba sólo, simplemente lo aplicaba consigo mismo.
La lluvia duró aproximadamente hora y media, cuando está cesó: salí de mi cama, me puse los zapatos y fui a la cocina. Todo afuera estaba empapado de agua, las hojas de los árboles aun goteaban y se escuchaba como caía el agua sobre la lámina. La tierra mojada y el cielo nublado me ponían un poco triste.
Cuando entré a la cocina mi madre estaba ahí, hirviendo un poco de café, me senté junto a la estufa y me dijo: “Deberías de ir a la tienda por unas velas antes de que se acaben, porque no hay luz y muchas personas van a salir a comprarlas”. Solo asentí con la cabeza, tomé dinero que había en la mesa y salí a comprar. Además de las velas compré 10 pesos de galletas de animalito, muchas personas decían que eran las más corrientes -Puff, como si tuvieran tanto dinero para comprar de las más caras, según ellos- aunque a decir verdad no sabia que galletas eran para ellos las más caras. Regresé feliz a mi casa con mis galletas en una mano y las velas en la otra.
Recordé que pronto llegaría mi papá y seguro traería a muñeca (así se llama su yegua) cargada con dos lonas de maíz. Así fue, al poco rato llegó él preguntando por mi mamá, le respondí que estaba en la cocina, simplemente me miró con una sonrisa como queriendo decir: Aquí traje maíz para que hagan tortillas.
A él le encantan las tortillas hechas a mano, dice que las que venden en las tortillerías parecen papelitos; parte de eso es porque él siempre ha comido tortillas hechas por una mujer: primero mi abuelita, después mi madre y ahora yo.
Mientras mi madre buscaba ropa para mi papá, debía cambiarse porque estaba empapado, yo serví tazas de café para mis dos hermanos menores, les di algunas galletas; cuando terminaron se fueron a jugar a su cuarto. También serví tres tazas más: una para papá, otra para mamá y una más para mí. Entraron los dos juntos a la cocina, venían platicando sobre cuánto faltaba para terminar de cosechar el maíz y demás cosas. Se sentaron en la mesa conmigo y los tres disfrutamos una rica taza de café con galletas de animalito. Mi mamá se puso a secar trastes que antes había lavado, yo le ayudé. En ese momento mi papá se levantó de la mesa, dándome las gracias por las galletas.
Entonces comprendí que era feliz con las cosas sencillas que tenía y aunque a veces peleaba con mis padres, los amaba por encima de todo. Nadie es perfecto, todos cometemos errores, solo que algunas personas aprendemos de ellos y otros no. Quiero lo mejor para mis padres y descubrí cómo lo haré: ahora más que nunca debo de echarle ganas a la escuela para salir adelante y darles una buena vejez a esas personas que me dieron lo mejor de sí mismas. Dicen que después de la tormenta viene la calma, yo creo que después de la tormenta viene la claridad.
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